El acontecimiento
que voy a narrar únicamente ha ocurrido aquí en Tolumba, mi pueblo
natal, creyente de la fe católica y devoto de la virgen de Nuestra Señora del Rosario. No tengo no,ticia que algo
similar haya sucedido en otra localidad. Los hechos, como lo acaecido en todos los
rincones de nuestra nación, pasarán inadvertidos para la radio y prensa nacional
que hoy están ocupadas con las barbas de Fidel. Lo que pasó, pasó, y quienes no pudieron
asistir o no viven en éstos alrededores, no lo escucharán en el Reporte ESSO ni leerán
la crónica escrita de sus pormenores. Tampoco
lo oirán recreado en el fino humor de Heber Castro ni en Las Aventuras de Montecristo. En las reuniones de amigos no se repetirá
como chiste ni se volverá un chisme de costurero o desahogo de sala de belleza.
Por eso y ahora que la romería ha terminado y el pueblo y habitantes vecinos
han regresado a sus hogares, paren la oreja y entérense de la más grande
demostración del credo cristiano del universo para que ningún detalle quede en
el olvido porque esto jamás volverá a repetirse.
.
Todo empezó la mañana de anteayer cuando el pueblo salió de sus moradas, alertado por una noticia que difundí después de que escuché aquella voz misteriosa y a la manera de una anunciación bíblica salida de lo profundo de los sepulcros sagrados. Yo estaba sentado en las gradas de piedra del atrio de la iglesia cuando vi a El Chulo, sepulturero y auxiliar del Legista Municipal, bajando con paso presuroso y vacilante por un callejón empedrado que desemboca a un costado del templo. Le hice una seña para que se acercara y esperé el arribo de aquel hombre con vísceras de gallinazo. Vestía pantalón de dril azul claro, camisa de popelina blanca y manga larga y zapatos de cuero con suela de caucho. Nunca antes había visto su rostro descompuesto con todo y que El estaba acostumbrado a sentir los olores de la putrefacción, la rigidez y el helaje de los cadáveres y otros ingredientes del descanso eterno. En veinte años fue la primera vez que lo vi perplejo y asombrado y su tez morena y pálida, su nariz aguileña y su cuello encorvado, parecieron ese día pronunciarse en una visión fugaz del destino que me lo mostró una vez más del mismo modo como muchos de nuestros conterráneos lo quisieron ver en sus sueños tropicales. ¿Qué pasó? -le pregunté. No me respondió y solo me dirigió una mirada desorbitada con sus grandes ojos negros y brotados, cual devorador de carroña. Fue entonces cuando lo convidé a la tienda de Tinieblas. Allí se sentó en una butaca junto al chofer Malasombra y ante los ojos atónitos de Don Ernesto de Castro, empleado de un exportador de Café y de mi amigo Pico Leiva. Le extendí un trago doble de aguardiente Tapa Roja que le sirvió el tendero y me quedé lelo ante la expresión de sorpresa de Tinieblas, quién después se acarició nerviosamente su barba tupida y cana, que se dejaba crecer sobre su piel de color indefinido y que contrastaba con sus pequeños ojos grises circundados de oscuras ojeras y que le daban una apariencia de alguien visto en la penumbra. El Chulo se bebió el trago de un sorbo y cuando su sangre hirvió, una vez su respiración entrecortada se normalizó y el nudo armado en su garganta se desbarató, me pareció oír su voz en una tonalidad celestial, como una revelación divina bajada de lo alto de los cielos y simultáneamente observé que fuera de la tienda todo fue iluminado por un resplandor que en ese instante se coló por entre el espeso follaje de la enorme cañafístula que yace a un costado del parque. “Vi una mano peluda que salía de una bóveda” –dijo. “Después una cabeza de cabellos ensortijados y luego un cuerpo colosal” –agregó. “Tenía una mancha de sangre sobre la espalda” –continuó. “Era Don Primitivo Valdez” –finalizó. Sin recuperarse aún del sagrado susto me pidió el favor de asegurar el candado de la puerta del cementerio que había olvidado en su carrera hacia la parroquia
Corrí al
cementerio a cumplir el encargo y no cedí a la tentación de verificar lo que
acababa de escuchar de viva voz de quién durante cuatro lustros de resignada
labor había logrado dialogar mentalmente con la muerte, no se había estremecido
en la exhumación de los cadáveres y dizque nunca parpadeaba en los cientos de
autopsias que ayudó a hacer al Legista Municipal. Subí la cuesta empedrada que
conduce al Cementerio, respiré el aroma de los jazmines sembrados a un costado
del parque y abrí las puertas lenta y trabajosamente y cuyo chirrido deshizo el
silencio sepulcral que perturbó lo más profundo de los recintos de mi
alma. Caminé por la callecita principal
limitada por lujosas bóvedas y tumbas y que termina en la puerta de la capilla.
Cerré las puertas del pequeño templo y luego me dirigí a la bóveda de Don
Primitivo pues había asistido a su sepelio. Al lado de la bóveda, vi el cuerpo
de un hombre que intentaba levantarse, se recogía para sentarse pesadamente
sobre sus posaderas manchadas de lodo y se doblaba sobre sí mismo. En los
siguientes momentos se ocultó el astro rey, sentí el soplo de una brisa que
heló mi rostro impávido y oí el rumor del viento que arrastró las hojas
formando un gigantesco remolino que se dirigió en dirección del cuerpo que yacía
ahora sin fuerzas sobre el piso. “Es cierto…”
–me dije. Al ver ésta imagen dantesca,
retrocedí tres pasos y con la mente en blanco, resolví huir y espantado por el
temor también corrí en estampida hacia la tienda de Tinieblas no
sin antes asegurar el candado. Les confirmé lo que había presenciado. Todos
pusieron una cara como si hubieran escuchado un anuncio profético. “Avisaré al
Alcalde” –dijo Don Ernesto de Castro. Y lo vi correr en dirección de la Cuesta de Mr. Owen. “Le soltaré el rollo a los choferes” –dijo Malasombra y en
segundos vi su Ford 61 dirigirse hacia la cuesta empedrada de San Francisco. “Me voy antes de que sea
tarde” – balbuceó Pico Leiva. Se secó las babas de su boca abierta y
agregó: “Compraré la yuca y de paso regaré el chisme por entre las marchantas”
y lo vi correr hacia la plaza del mercado. Después de un buen rato, ya
tranquilo, El Chulo, aunque un poco mareado por el alcohol, pues no acostumbraba a
desayunar, dijo: “Se lo contaré al Padre”. “Con pelos y señales” –agregó. Se levantó y se dirigió a la iglesia. Seguí
entonces su caminar desgarbado. Entró por una nave lateral y junto a las
escalas del Altar Santo, le murmuró al cura en el oído, quién en ese instante
se disponía a oficiar la Santa Misa de las siete. Vi la cara de espanto que puso
el sacerdote y entendí, por la señal que le hizo, que hablarían más tarde. Desde
el campanario, a donde fui después a contarle al sacristán, oí el sermón sobre
la resurrección de Lázaro y fue el toque magistral que abonó el terreno para
una de las experiencias inolvidables de la historia de mi pueblo. El párroco lo
finalizó con una frase en latín que resonó en el templo: “Espectamus Resurrectionem
Mortuorom”. Después de dar el último toque de campanas, el
sacristán recibió la instrucción del sacerdote de ir al cementerio para allegar
información sobre lo sucedido pues El estaba ocupado en los preparativos de la
visita del obispo. Salí del templo y difundí la noticia por entre la
feligresía, la cual estaba un poco adormilada por la gravedad y el riguroso
latín de los oficios religiosos. Fui testigo de cómo los fieles partieron hacia
cementerio con una buena dosis de fe en sus corazones. Me dirigí luego a casa a
desayunar y a terminar algunos trabajos pendientes. En el camino conté al
vecindario lo sucedido. Fue así como las mujeres apagaron los fogones, los
hombres cancelaron sus compromisos, los niños acompañaron a sus abuelos y los
ancianos salieron con tiempo para ubicarse mejor entre la muchedumbre. La noticia
se derramó como un líquido espeso que inundó el pueblo entero. Después del
mediodía y luego de haber almorzado, salí otra vez en dirección del cementerio.
Desde la puerta de mi casa vi que bajó apresuradamente de la carrocería de un
camión F-100 un grupo de “enruanados” provenientes de algún pueblo de la cordillera y corrieron en dirección
del cementerio. Al pié de la Cuesta
del Cementerio, observé el hormiguero humano que hervía de curiosidad. Subí la cuesta
empedrada y arriba vi la multitud apostada el Parque de las Viudas, contiguo al campo santo. El parque tenía un sembrado de rosas blancas
y a su alrededor bancas de madera donde reposaban el pesar y desconsuelo las
viudas de mi pueblo. Con dificultad llegué a la puerta del cementerio
metiéndome dentro de aquella masa humana que se aferraba a la verja de hierro.
Los costados del cementerio estaban limitados por dos cercas de alambre de púas
sostenida por troncos de madera sin descortezar. Una escuadra de policías al
mando del Sargento Helio Santacruz fue necesaria para controlar la muchedumbre,
impedir su ingreso y evitar la profanación del lugar. Oí que se decía que había
un resucitado, desnudo y amarrado con lazo al cuello a una de las mesas del
anfiteatro a la espera del arribo del obispo. Un joven me preguntó que traducía
una frase en latín escrita sobre el portal: “Esperamos la Resurrección de los
Muertos”- le dije. Y en verdad la esperó el pueblo entero.
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Allí estaba todo
el pueblo. Frente al portal del cementerio estaban las autoridades civiles y
militares, el reverendo padre Rebollo, el médico Rafael Motta-Salas, el notario
Ernesto el Neneco Polanco, el dentista Gratiniano Jiménez y los profesores Arturo
Escobar y Arcesio Peláez. Alrededor del sembrado de rosas blancas estaban el
presidente de la Cámara de Comercio Europio Baraya, el dueño del almacén de
telas La Palestina Talab Nasser, el joyero Nery Caldas y el hacendado Camal Jassir. Un
poco más allá, al costado del parque, departían el boticario y dueño de la Botica Azul Arturo Cerón, el propietario del almacén
de pinturas Jimmy Hudges, El
Chato Troncoso vendedor de kerosene, Don Enrique Urueña
propietario de la sala de cine del pueblo, Serafin Romero representante del almacén
de maquinas de coser Singer y Pacho Mario García, agente del diario El Espectador. En la esquina del
parque, gritaban el carnicero Arsenio Portela, Cantalicio Garcia dueño del
granero El centavo
menos, el lechero Plutarco Safrané, Toribio Rada el
sastre, la vendedora de yuca de la plaza del mercado Doña Presenta Alonso, Ponzoña
Rojas el ciclista, la viuda alegre, las
chismosas del pueblo apodadas Las
cotorras, Doña Rosa Lafaurie fabricante de dulces y
panelitas de leche, Chino
feo empleado del Estanquillo Departamental, Pita trepador de palmas de coco y empedernido bebedor
de Bay Rum y los bobos del pueblo Turula y los
Guayaras. En una de las mesas de la tienda La Ultima Lágrima compartían Biscochito
el novillero de las ferias taurinas del barrio Santa Lucía, La Pilda y
su cohorte de prostitutas, Eugenio Tello el marica, La Banda de Músicos Los Trilla,
El diablo, un gitano vendedor de caballos amansados, Polo Aguirre el lotero, El compita
el zapatero remendón, los pescadores encabezados por Don Itrio Escamilla, el
más viejo y diestro del río, Yote
Mugre el cotero y Poncho y sus pandilleros del barrio
Santa Lucia. Y muchas otras personas vi y no las recuerdo. Muy pasado el medio
día llegó al cementerio el taxi de Machorromo con el cupo completo de
pasajeros. “De dónde viene?” –le pregunté. “De El Salado” –me
respondió. Hasta allá y otros pueblos vecinos llegó el rumor que se levantó
como un ventarrón sin rumbo. A lo largo de la tarde pude ver la llegada de
todos los FORD 61. Llegaron Casaca, La danta, El pote, Burro
loco, Media
voz, Tolombo y Zaperoco. Después arribaron El
burro, El
viejo, Sangre
yuca, Bandola, El ñeque, Muelegallo, labioemuerto y Mataperros. Más tarde Carecrimen, El
amarillo, El
Turco, Tilito, y Pedro
pillo. Por último, Jiriguelo, Vicho-Jué, Peto peto, Camisa roja,
chorrodehumo y Care
vieja. Todos hicieron varios viajes a El Salado, Calunga, Guarinó, Purnio, Cambao, Rioseco, Petaqueros
y otras poblaciones intermedias.
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Solo se hablaba
del resucitado. En todos los corrillos se contó su vida y milagros. Las autoridades
comentaron que horneó el más aliñado pan de la comarca hasta que una penosa y
larga enfermedad mermó sus fuerzas y se murió el primer día de noviembre. Se
había iniciado con la panadería El
Senderito. Luego montó otra llamada La Mariposa.
Después de múltiples negocios e inversiones se convirtió en un hombre ejemplar
para la sociedad. No obstante, en algunos corrillos, las malas lenguas decían
que el origen real de su fortuna fue un golpe de suerte del destino. De joven
había sido empleado de la firma Ferro & Compañía., y cualquier día, en un
insospechado lugar se topó con una imprenta y varias cajas con billetes de alta
denominación. Los dueños se las cedieron a cambio de su silencio. Yo
personalmente iba a su panadería a comprar el pan y muchas veces esperé
pacientemente frente al horno de colmena la salida de las bandejas con
mojicones, “mestizas”, molletes, rosquillas, “cañas”, “liberales”, “lenguas”, mogollas,
pan de yuca y pan de a peso. En varias oportunidades me habían contado que el
panadero tenía la costumbre de quitarse el sudor de su frente con el dedo pulgar
sobre la masa del pan. Pero nunca lo creí. Pero la vez que lo sorprendí
estornudando y expulsando sus mocos sobre el pan aliñado fue cuando tomé una
tajante decisión y dejé de comprarlo. “Mugre que no mata, engorda” –me contestó
Don Primitivo Valdez al hacerle el reclamo. Las mujeres del pueblo recordaban
su físico inconfundible. Las
Cotorras lo describían como un oso: Alto, fuerte y peludo.
Su estatura era tan desmedida que Natividad, su viuda, mandó a fabricar un
ataúd a la medida. Su cabello era negro y crespo. De barba tan espesa que le
tocaba afeitarse dos veces al día, excepto unos vellos a nivel de los pómulos. “Era
un hombre de pelo en pecho” – decía La Pilda. Las putas decían además que
era “piernipeludo”. Su frente era amplia y cubierta de vellos. “Sus cejas
pobladas le lucían” – decía la Viuda Alegre. Sus orejas eran grandes y tupidas
de pelos. No acostumbraba a cortarse los pelos de la nariz. De labios gruesos y
dentadura con algunas piezas de oro y un cuello largo y grueso que lo afeitaba
hasta la mitad. “Su piel canela y velluda lo hacían atractivo”- decía Doña
Presenta Alonso. Su espalda era ancha y su cuerpo musculoso. “Esos ojos negros
eran seductores” –decía Doña Rosa Lafaurie. “Sentía que me desnudaba” –agregó.
Sus vecinos lo recordaban como un amante de la música ranchera. En las ferias
taurinas del barrio Santa Lucía se vestía de mariachi y ataviado con espuelas
de plata montaba un caballo pura sangre negro con montura gitana. Con una
botella de tequila en la mano y en la otra las riendas, lo hacía trotar y
relinchar en cada esquina a lo largo de las calles empedradas.
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Durante varias
horas la muchedumbre permaneció frente al cementerio a la espera del permiso de
las autoridades para entrar a ver el resucitado. Una comisión nombrada por el
padre Rebollo y el alcalde fue autorizada para entrar al campo santo a
verificar lo escuchado aquella mañana de noviembre y que le dio la vuelta al
pueblo entero. Juan Campana, el sacristán, junto con Helio Santacruz, el
sargento de la Policía y Yo, fuimos los seleccionados y quienes entramos
después de que el párroco elevó en la puerta fervorosas oraciones. Los conduje
al sitio donde había visto al resucitado. Allí les señalé aquel hombre
gigantesco de rostro barbado, cuerpo velludo y musculoso, moreno y pálido, de
cabellos ensortijados y ancha espalda, aún sangrante, quién ya había recobrado
el sentido. Al vernos nos dirigió una
mirada penetrante, pero al advertir la presencia de la Policía, nos esquivó y se
dirigió lentamente hacia parte trasera del cementerio. Al llegar al borde del
barranco que da a Quebrada
Seca, se lanzó al vacío, justo en el mismo sitio por donde
10 años antes se había lanzado Palomo
Aguirre, el bandolero, perseguido por la tropa del ejército.
“La misma jeta del panadero”- dijo Juan Campana una vez lo perdimos de vista.
Sugerí una revisión de la bóveda. Nos dirigimos hacia ella. Observamos
sorprendidos que la pared de cemento presentaba varias grietas que confluían en
un boquete de forma irregular. Por respeto no nos atrevimos a hacer una
inspección más profunda y decidimos regresar a rendir un informe preliminar. El
padre Rebollo, desconcertado antes los hechos y acosado por un intenso calor,
resolvió abandonar la puerta del campo santo sin decir una palabra. El alcalde,
el sargento y yo lo acompañamos a la tienda La última lágrima,
de propiedad de Don Disprosio Quintero. “Tómese una forcha, Padre”- le
dije en el camino, lleno de curiosos quienes durante toda la mañana tomaron la
apetitosa bebida color caoba y preparada mediante un dispendioso proceso de
fermentación de harina de trigo, panela y azúcar, seguido de un procedimiento
de maduración en barriles de madera, fórmula por muchos años mantenida en
secreto por su único productor, Don Gadolinio Valdivieso. Don Gadolinio vendió
en una hora un barril que difícilmente servía en una tarde y se vio obligado a
subir nuevamente a su taller por otros dos barriles ante la inesperada demanda
de la muchedumbre que en tanto consumió guarapo, masato, “raspados”, dulces y “panelitas”
de leche, tamales, lechona, “crispetas” de maíz y toda clase de alimentos
llevados por vendedores ambulantes. El padre rechazó mi ofrecimiento y entró en
la tienda. El pastor se sentó extenuado en un taburete y sorbió un vaso de agua
que le ofreció el tendero. Extendió sus piernas a lo largo de su sotana blanca
e inmaculada, se desajustó la reata de su cuello sacerdotal y exhaló un
suspiro. Miró al techo de madera de donde pendía una mata de sábila, se subió
las mangas largas de su sotana y dijo: “Esto se nos salió de las manos”. La
multitud esperaba impaciente el informe de la comisión, sin embargo, el cura no
dio ninguna información oficial hasta no saber quién se había lanzado desde el abismo.
Con mucha discreción filtré entre la muchachada la frase que Juan Campana había
dicho en el momento de ver el resucitado y que repitió al cura en el informe:
“La misma jeta del panadero”. Esta sentencia fue tomada como una hoja suelta
del apresurado hermetismo sacerdotal frente a los confusos hechos. La frase
pasó de boca en boca y se avivó de nuevo la llama de la esperanza de ver el resucitado.
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Don Disprosio
empezó a sentir una comezón aguda en las palmas de las manos que lo obligó a
frotárselas por largo rato. “Me irá a llegar dinero”- dijo. En un principio lo
noté preocupado por el visible trastorno del Cura ante las últimas noticias, lo
que no le dio oportunidad de preguntar acerca de lo sucedido. Finalmente lo vi
entusiasmado por aquella invasión de la clientela que en masa entró a su tienda
y agotó en un dos por tres el surtido de su estantería. “Que pasó en el
cementerio, Padre”- le pregunto el tendero. “Dicen que resucitó a Don Primitivo
Valdez” –dijo el Padre. El padre Rebollo, después de reponerse del trastorno,
solicitó al sargento el envío de dos policías al fondo del barranco. Los
agentes tomaron El
callejón de Madrid, una vía empedrada que conduce al Callejón de los Muertos, que a su vez se comunica con los confines de la Calle de la Mala Crianza, donde se concentran los
prostíbulos y casas de citas y que termina a orillas de la Quebrada Seca.
Al cabo de una hora los agentes regresaron con la noticia de que habían
encontrado el cuerpo de un hombre que fue identificado como Neón Hormaza, un
humilde pescador, venido de río arriba, y quién fue revivido tras intensos
esfuerzos de los médicos del hospital local. Cuando el Sargento empezó a dar el
parte al Cura, en medio de un calor sofocante y el Padre emitió el último de
sus suspiros, Don Disprosio lo interrumpió y contó, cuando nadie lo esperaba,
la pieza suelta de los acontecimientos: “Todas éstas noches, al filo de las
doce, me despertaba un grito desgarrador: Ay madrecita, me dejaste solo en éste
mundo”. “Cansado de sueños
interrumpidos, identifiqué su voz, me levanté, me embadurné el rostro y los
brazos con un material fosforescente y salí a la calle en la noche estrellada,
caminé hacia la puerta del cementerio con los brazos en alto y cuando estuve
cerca exclamé con voz grave que resonó en aquel silencio aplastante y tétrico:
No perturbéis el descanso eterno de los difuntos”. “Neón, al ver mi silueta
fulgurante en la penumbra y oír mi voz grave, se congeló del susto y en un
desesperado esfuerzo se lanzó por entre la cerca de alambre de púas”. Luego, el Sargento terminó el parte contando
que Neón les había informado que luego de haber entrado al cementerio por entre
la cerca de alambres de púas, rasgando su espalda y de haber corrido hacia
dentro, perdió el equilibrio y se cayó de bruces contra la bóveda de Don
Primitivo. Con su cabeza rompió el cemento fresco y el golpe le hizo perder el
conocimiento. Al amanecer cayó una llovizna que lo despertó e instintivamente
se metió a la bóveda continua que estaba vacía.
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Las versiones
de Don Disprosio y el parte del Sargento se dieron a conocer a la gente y después
de varias horas fracciones de la muchedumbre iniciaron el desengañado retorno a
sus hogares. Los que regresaban les mentían a los que se encontraban en el
camino de tal manera que al anochecer aún subía gente. En todas las tiendas y
cantinas se brindó por la memoria del difunto. El chisme se siguió propagando al
punto que la familia del difunto amenazó a los responsables con una demanda judicial.
Por fin, después de 2 días, dejaron quieto a Don Primitivo Valdez. En su último
día de la novena, a la que asistí, se rogó para que su alma subiese a lo alto
de los cielos y como dijo el Cura en el momento de su funeral, Requiescant in Pace.
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Guillermo Charry Rojas®
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