viernes, 4 de febrero de 2011

En el centenario de la muerte de Rufino José Cuervo, por Fernando Vallejo

Bajé en la estación del Père Lachaise, caminé unas calles y entré en la ciudad de los muertos: tumbas y tumbas y tumbas de muertos y muertos y muertos: Joseph Courtial, Victor Meusy, George Visinet, Familia Faucher, Familia Flamant, Familia Morel, Familia Bardin… La lápida del señor Visinet dice: “Administrador de la Compañía de Gas en Saint Germain en Leye, crítico dramático y musical del Journal de Rouen, 1845-1914”. Murió pues, sacando cuentas, cuando empezaba la Gran Guerra, tres años después de ti, y a los 69 años, de dos más que tú. ¿Y ese sargento Hoff de la tumba de enfrente? No tiene lápida ni fechas. Le han levantado en cambio, junto a la tumba, una estatua: la de un soldadito de quepis, fusil en la mano izquierda y saludando con la derecha al cielo. ¿A Dios? Dios no existe, y si existe le salen sobrando los saludos de los soldaditos franceses muertos por la patria y la gloria de Francia. ¡La gloria, la patria! Antiguallas del siglo XIX que dan risa en el XXI. Hoy la gloria es el éxito y la patria un equipo de fútbol. Para ti la patria eran la religión y el idioma. Para mí, la religión del idioma pues otra no he tenido. ¿Pero cuál de tantos, si hay miles? Pues este en que hablo y pienso junto con veintidós países que por sobre la separación de ríos y montañas y selvas y fronteras y hasta la del mar inmenso en cuya otra orilla se encuentra España todavía nos entendemos. Mi patria tiene mil años y se extiende por millones de kilómetros y nadie la ha querido tanto como tú. Por ti, de niño, aprendí a quererla. Nos une pues un mismo amor.
Ahora voy por la Avenida Lateral Sur a la altura de la Décima División y el Camino del Padre Eterno, un sendero. Entonces vi un pájaro negro, hermoso. No, “hermoso” es pleonasmo, sobra. Todos los animales son hermosos. Éste es un cuervo, un pájaro negro de alma blanca que tiene el don de la palabra. Y ahora me está diciendo: “Por allí”.
Tumbas y tumbas y mausoleos y monumentos, y fechas sobre las lápidas y epitafios junto a las fechas, infatuados, necios, presumiendo de lo que fueron los que ya no son. Músicos, generales, políticos, escritores, poetas, oradores… Y muertos y más muertos y más muertos. Y los monumentos… Monumento a los caídos en la guerra de 1870 por Francia. Monumento a los soldados parisienses muertos en el Norte de África por Francia. Monumento a los polacos muertos por Francia. Monumento a los combatientes rusos muertos por Francia. Monumento a los soldados españoles muertos por la libertad de Francia. Monumento a los jóvenes voluntarios muertos por la resistencia de Francia... Por lo visto Francia no es una patria: es una masacre. Ah, y esta advertencia majadera en las tumbas de los ricos: “concession à perpétuité”: concesión a perpetuidad. O sea que el muerto es dueño de su tumba por toda la eternidad, de Dios o del Big Bang o de lo que sea. ¿Y los pobres, los del común, los que si hoy comen mañana quién sabe, sin tumba a perpetuidad, ésos qué? Se van.
Al llegar a la Avenida de Saint Morys otro cuervo me indicó: “Por ahí”. Y cuando desemboqué en la Avenida Transversal Primera otro más: “A la derecha”. Y luego otro: “A la izquierda”. Y de relevo en relevo, de árbol en árbol los cuervos me fueron guiando hasta la División Noventa, un laberinto de senderos y de tumbas. ¿Y ahora? ¿Por dónde sigo? En el paisaje desolado de los árboles sin hojas del invierno y las tumbas con cruces silenciosas que a mí por lo demás nunca me han dicho nada, una bandada de cuervos rompió a volar, cantándole a la incierta vida por sobre la segura muerte. ¿Qué me dicen con sus graznidos y su vuelo? Ya sé. Los cuervos dicen su nombre, dicen tu nombre. Uno se separó de la bandada y se posó sobre una tumba, la más humilde, y me dio un vuelco el corazón: había llegado. Al acercarme a la tumba el cuervo, sin mirarme, levantó el vuelo. En ese instante recordé el del poema de Poe que decía “Nunca más”. Los cuervos parecen muchos pero no, son uno solo, eterno, que se repite.
Con la punta del paraguas me di a raspar el musgo que cubría la tumba y fue apareciendo una cruz trazada sobre el cemento. Bajo el brazo horizontal de la cruz, al lado izquierdo, fue apareciendo el nombre de tu hermano Ángel: “…né…. Bogotá”. ¿El qué? El 7, tal vez, no se alcanza a leer, “de marzo de 1838. Mort… Paris…” ¿el 24? (tampoco se alcanza a leer) “de abril de…” Falta el año, lo borró el tiempo, pero yo lo sé: 1896, el mismo en que se mató Silva, el poeta, nuestro poeta, y por los mismos días pero en Bogotá, de un tiro en el corazón. Y nada más, sin epitafio ni palabrería vana, en francés escueto mezclado con español. A la izquierda de tu hermano y a la derecha del brazo vertical de la cruz estás tú: “…né en Bogotá el 19 de septiembre de 1844 mort en Paris el 17 de julio de 1911”. Así, sin puntuación ni más indicaciones, en la misma mezcla torpe de español con francés como lo estoy diciendo. Me arrodillé ante la tumba para anotar lo que decía y poder después contárselo a ustedes esta noche, y entonces descubrí que sobre el murito delantero habían escrito: “105 – 1896”. ¿Ciento cinco qué es? ¿Acaso el número de la tumba de esa línea de esa división? ¿Y 1896 el año en que la compraste para enterrar ahí a tu hermano? Quince años después, el 17 de julio de 1911, alguien te llevó a esa tumba. ¿Pero quién? Inmediatamente a la derecha de la tumba tuya está la de dos hermanas muertas poco después de ti y a escasos meses la una de la otra: Merecedes de Posada, “fallecida en París el 30 de febrero de 1912” y Ercilia de Posada, “fallecida el 25 de septiembre de 1912”. ¿Fueron ellas? ¿Eran tus amigas? ¿Colombianas? ¿Y por eso están ahí a tu lado? ¿Cuándo nacieron? No lo dicen sus lápidas. ¿Y dónde? Tampoco. Algún día lo averiguaré, si es que hay para mí algún día. “Dejad que los muertos entierren a sus muertos” dice el evangelio. Habrá que ver.
De los hechos exteriores de tu vida he llegado a saber algo: a los 21 años escribiste con Miguel Antonio Caro una Gramática latina para uso de los que hablan castellano. A los 22, tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. A los 23 montaste con Ángel una fábrica de cerveza. A los 27 empezaste el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. A los 33 hiciste con Ángel tu primer viaje a Europa, de un año. A los 36 vendiste la fábrica y de nuevo, con él, te fuiste por segunda vez a Europa, ahora para no volver. Ese segundo viaje de los dos hermanos terminó en esa tumba de ese cementerio del Père Lachaise que he encontrado cubierta de musgo y de que les estoy hablando.
Y sé las calles de París donde viviste y conozco los edificios: 10 rue Saint Georges, 3 rue Meisonier, 4 rue Frédéric Bastiat, 2 rue Largillière, 18 rue de Siam. Y tus barcos. Ese vapor Amérique de la Compañía General Trasatlántica en que te fuiste la primera vez y en el que dieciocho años después, frente al muelle de Puerto Colombia acabado de estrenar, habría de naufragar tu amigo Silva, que volvía de Venezuela, de donde te pedía por carta plata. Y el vapor La France, que traía a Colombia ejemplares recién impresos del primer tomo de tu Diccionario y que se incendió en Martinica… ¡El destino, el hado, el fatum, que juega con nosotros y reparte como quiere la baraja!
¿Cómo pudiste vivir veintinueve años lejos de Colombia sin volver? ¿Y quince solo, sin tu hermano a quien tanto amabas? ¿Y quién trajo de París a Bogotá tu biblioteca? ¿Y por qué dejaste el Diccionario empezado? Nadie en los mil años de la lengua castellana ha intentado una empresa más grande, desmesurada y hermosa. ¡Molinitos de viento a mí! Tú quisiste apresar un río: el río caudaloso de este idioma. Hoy el río se ha enturbiado, para siempre, sin remedio, ¡pero qué puedo hacer! De los vicios de lenguaje que censuraste en tus Apuntaciones ni uno se ha corregido, todos han perdurado. Y lo que estaba bien se dañó, y lo que estaba mal se empeoró, y de mal en peor, empobreciéndose, anglizándose, este idioma que un día fuera grande terminó por convertirse en un remolino de manos. Hoy del presidente para abajo así es como hablan: gesticulan, manotean, y él da el ejemplo. Si lo vieras, tú que conociste a Caro, manoteando en un televisor (una caja estúpida que escupe electrones). Y el antropoide gesticulante, el homínido semimudo que perdió el don de la palabra aunque todavía le quedan rastros evolutivos de las cuerdas vocales, por el gaznate por el que respira o por el tubo por el que traga, no se sabe, invoca el nombre de Dios: “Dios, Dios, Dios, Farc, Farc, Farc” repite obsesivamente como alienado. Tiene un vocabulario escaso, de cien palabras. Mueve los brazos, tiesos, para adelante como empujando un tren. Ah no, ya tren no queda: como empujando a Colombia cual carrito de supermercado. ¡Qué bueno que te fuiste! ¡Qué bueno que no volviste! ¡Qué bueno que te moriste! No hubieras resistido la impudicia de estos truhanes mamando de Colombia e invocando el nombre de Dios. Dios no existirá, pero hay que respetarlo.
Pero no vine a hablar de miserias, vine a hablar de ti, que eras grande. Y de tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano que estudié de niño y que decidieron mi vida: me las regaló mi papá. Mi padre, como dicen los elegantes. Seis ediciones de ellas hiciste y miles las leyeron. Pues en ninguno dejaron tan honda huella como en mí, y por eso esta noche, desde aquí, te estoy hablando. Las estudiaba para aprender a escribir, pero no, para eso no eran: eran para enseñar a querer a este idioma. Y eso aprendí de ti. Nos une pues, como te dije, un mismo amor.
Dicen que con tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano empieza la dialectología en este idioma. ¡Qué va! La dialectología es una pobre ciencia, si es que lo es. En todas las regiones de todos los idiomas se habla con palabras locales. Y no sólo difieren en el lenguaje las regiones, también los individuos. No hay dos que hablen igual, uno es como habla, cada quien es sus palabras. Eso de “bogotano” que le pusiste al título no era más que modestia tuya. Tu libro no era bogotano, valía para toda la lengua castellana, a la que pretendías, con él, salvarle el alma.
¡Cuánta agua no ha arrastrado el río en estos cien años que han pasado desde que te fuiste! Quiero decir para siempre, para el nunca jamás. Para no perderme en un recuento interminable de pequeñeces y miserias, te diré que la patria que hoy preside el de las manos se reduce a esto aparte de él: dos cantantes, hombre y mujer, que berrean bailando con un micrófono; un corredor de carros que hunde con el pie derecho un acelerador; y los once adultos infantiles de la Selección Colombia que mientras juegan van escribiendo con los pies (con “sus pieses”), en el polvo de la cancha, su divisa: Victi esse nati sumus: nacidos para perder. Tu Colombia se nos volvió un remolino de manos y pies. ¿Y si el remolino lo convirtiéramos en energía quijotesca, eólica, enchufándoles por detrás baterías a esos molinos de viento? Podría ser…
¡Ah, y se me están olvidando los candidatos! La palabra viene del latín candidatus, que a su vez viene de candidus, que significaba blanco, porque los que aspiraban a los cargos públicos en la antigua Roma se vestían con una toga blanca. Candidus designaba el color blanco brillante (albus el blanco opaco) y venía a su vez de candere, brillar, arder, del que sacó el español candelabro y candela, la vela, que nos da luz. Ah no, ya no: nos daba. ¡Cuánto hace que se acabaron! Todo pasa, nada queda y se va el tren.
Candidato viene pues de candidatus, el que viste de blanco. El Diccionario de autoridades, el primero que hizo la Academia Española de la Lengua, lo definía hace tres siglos así: “El que pretende y aspira o solicita conseguir alguna dignidad, cargo o empleo público honorífico. Es voz puramente latina y de rarísimo uso”. ¿Honorífico? ¿Y de rarísimo uso? Sería a principios del siglo XVIII, señorías, hoy aquí es moneda falsa de curso corriente tan común como sicario.
¡Qué impredecible es el idioma, cuánto cambian con el tiempo las palabras! ¡Que candidato esté emparentado con cándido, que quiere decir sin malicia ni doblez, puro, inmaculado, limpio, límpido, albo! Lo negro hoy dándoselas de blanco… Las engañosas palabras, las deleznables palabras, las efímeras palabras que llenaron tu vida, capaces de apresar en su fugacidad cambiante toda la pureza y toda la ignominia.
No mucho antes de que nacieras, y cuando nuestra independencia de España estaba todavía en veremos, ya andábamos matándonos los unos con los otros divididos en centralistas y federalistas. En 1840, cuatro años antes de que nacieras, nos estábamos matando en la Guerra de los Supremos o de los Conventos. En 1851, cuando ibas a la escuela, nos estábamos matando en la guerra entre José Hilario López, liberal, y los conservadores. En 1854, cuando siendo todavía un niño acababas de perder a tu padre, nos estábamos matando en la guerra de los gólgotas contra los draconianos. En 1860, a tus dieciséis años y siendo ya amigo de Miguel Antonio Caro, un joven como tú, nos estábamos matando en la guerra de los conservadores centralistas contra los liberales federales. En 1876, cuando ya habías publicado tus Apuntaciones críticas y montado la fábrica de cerveza, nos estábamos matando en la guerra entre los conservadores de la oposición y los radicales del gobierno. Te fuiste luego a París y siguieron las cosas como las dejaste: en 1885 nos estábamos matando en la guerra entre los radicales librecambistas y los conservadores proteccionistas. En 1895 nos estábamos matando en la guerra entre los rebeldes liberales y el gobierno de la Regeneración, que había ido a dar a las manos nadie menos que de tu amigo Caro. Entre 1899 y 1902 nos estábamos matando en la Guerra de los Mil Días. El siglo XX empezó pues como acabó el XIX, y así siguió: matándonos por los puestos públicos en pos de la presidencia, supremo bien.
Pasándoles revista a quienes en un momento u otro se cruzaron por tu vida aquí en Colombia antes de que te fueras, me encuentro a: Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Marco Fidel Suárez, José Vicente Concha, Carlos Holguín, Jorge Holguín… Caro, presidente. Marroquín, presidente. Suárez, presidente. Concha, presidente. Los Holguín, presidentes. ¡Carajo! ¿Es que en este país nunca ha habido gente decente? Tu amigo Caro, el latinista, el humanista, el impoluto, de presidente, ¿despachándose con el cucharón? De no creer. Habiéndose manchado Caro las manos con el poder, en el oscuro siglo XIX nuestro sólo brilla una luz: tú. El resto son guerras, guerritas, alzamientos, sublevaciones, revoluciones… Rapiña de tinterillos en busca de empleo público: de un “destino”, como se decía hasta hace poco aquí. ¿El destino, que es tan grande, significando tan poca cosa? ¡Bendito el honorable oficio de cervecero que te permitió irte!
Irse, irse, irse. En estos últimos años se han ido cuatro millones. Yo en total he vivido afuera 42 años, doce más que tú. Pero tú te fuiste para no volver, y yo he vuelto cien veces. Me voy para volver, vuelvo para irme, y así he vivido, sin acabar de irme, sin poder quedarme, sin saber por qué. En tiempos de Oudin el gramático, el que tradujo por primera vez el Quijote al francés y el que escribió la más famosa de las muchas gramáticas castellanas para uso de los franceses que se componían en los siglos XVI y XVII, en francés se usaba “irse” para significar “morirse”. Dicen que en su lecho de muerte Oudin se preguntó, planteándose un problema de gramática: “Je m’en vais ou je m’en va?, pour le bien ou pour le mal”, y murió. No traduzco sus palabras porque los problemas de gramática no se pueden traducir, son propios de cada lengua. Tenía que ver con nuestro verbo “ir” con pronominal, “irse” para significar “morirse”. ¡Qué hermosa muerte para un gramático! ¿Y tú? ¿Cómo te fuiste? Nadie lo ha contado, nunca se sabrá. Desde una tumba humilde del Père Lachaise cubierta de musgo, un cuervo alza el vuelo sin mirarme. Si cierro los ojos, lo vuelvo a ver.
¿Saben cómo define “destino” el Diccionario de la Academia? “Hado, lo que nos sucede por disposición de la Providencia”. ¡Cuál Providencia! ¿La que nos manda hambrunas y terremotos? Por Dios, señorías, no sean ingenuos. El Diccionario de la Academia es realista, clerical, peninsular, de parroquia, de campanario, de sacristán, arrodillado a Dios y al Rey que fue el que les puso edificio propio. Y acientífico, con a privativa. ¡Qué lejos de la obra de arte tuya!
Van los señores académicos por la edición veintitantas, camino de la trigésima, y aunque de todas no hacen una, como no aprenden acaban de sacar su Gramática: veinticinco kilos y medio de gramática en dos ladrillos sólidos, compactos. Pa comprarlos hay que llevar carrito de supermercado. Salvo que los adquiera usted comprimidos en un “compact disc”…
La única forma de apresar el río atropellado del cambiante idioma, señorías, es la que se le ocurrió aquí a mi paisano, en una pobre aldea de treinta y cinco mil almas sucias y alcantarillas que corrían por la mitad de las calles, en un momento de iluminación: el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. ¿Saben dónde está la genialidad suya? En que volvió al diccionario una gramática y a la gramática una obra de arte. La que no había ni soñado nadie: ni Nebrija, ni Valdés, ni el Brocense, ni Salvá, ni su admirado Andrés Bello, que era lo mejorcito que había producido esta América hispana antes de que apareciera él. El idioma no cabe en un diccionario ni en un manual de gramática porque es escurridizo y burletero, y cuando uno cree que lo tiene en las manos se le fue. ¿Y en un diccionario que fuera a la vez léxico y gramática? ¡Ah, así la cosa cambia! Así la cosa es otra cosa. Cabe porque cabe. Y ése fue el hallazgo de mi paisano, iluminado por Dios. Ahí tienen el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana en prueba del milagro y de la maravilla que había llegado a ser, de tumbo en tumbo, en mil ochocientos cincuenta tumultuosos años este idioma antes del remolino de manos. Ahí están el Cid, el Arcipreste, la Celestina, Cervantes, don Juan Manuel, Quevedo, Garcilaso, los Argensola, el padre Mariana, Saavedra Fajardo, Moratín, Larra, Jovellanos, y todo apresado en unos cuantos centenares de monografías de palabras, pero eso sí, palabras claves, que viene del latín clavis, que significa llave, que es la que abre las puertas: un diccionario histórico y sintáctico a la vez en que el léxico se vuelve gramática y la gramática historia, la de una raza. Con esas palabras claves, palabras mágicas, se forman los miles y miles de expresiones y frases hechas que es lo que en última instancia son los idiomas. Vocablos prodigiosos de los que mi paisano iba a hacer sugrir, porque sabía que estaba encerrado en ellos, el genio de la lengua castellana. Como en las Mil y una noches Aladino (un niño travieso y libertino, un bribonzuelo proclive a todos los vicios y muy dado a la pillería, la rebeldía y la maldad) hace surgir de una lámpara vieja, con tan sólo frotarla, el genio caprichoso del Islam. Señorías: ¿cómo es que dice el lema de su Academia? ¿”Limpia, fija y da esplendor”? ¡Cómo van a pretender ustedes fijar un idioma, eso sería matarlo! Un río que no fluye está muerto. No se dejen embaucar por las palabras porque las hay engañosas y hasta el más listo cae. De un tiempo para acá, en las sucesivas ediciones de su Diccionario, que nunca estuvo bien pero que se podía medio arreglar, por alcahuetería y manga ancha de ustedes me están dejando entrar en él, sancionadas con su autoridad, entre anglicismos y anglicismos las palabras más espurias, más malnacidas, más bastardas, sin velar por lo que la Providencia les confió. De lo que se trata es de impedir que nos empuerquen el río, no de fijarlo. Aprendan de las Apuntaciones de mi paisano y de su Diccionario. Se me paran en la orilla del río, señorías, y cuidan de que nadie, pero nadie nadie, y cuando digo nadie es ni el rey, tire basura al agua: un toper por ejemplo, o un CD, o un spray, un celular, un bolígrafo, un qué galicado, un condón…
Voy a contar ahora una historia hermosa con final triste que empieza hace 40 años, cuando llegué a México, y acaba catorce años después, en el terremoto que me tiró el piano a la calle, un Steinway, y me tumbó la casa mientras zarandeaba a la ciudad de los palacios como calzón de vieja restregado por lavandera borracha. Me habían ponderado mucho las librerías de anticuarios que hay en las calles de Donceles y República de Cuba en el centro, inmensos cementerios de libros viejos, de libros muertos, y por desocupación fui a conocerlas. Entro a una de tres pisos, enorme, le echo un vistazo ¡y qué veo! Un par de libros grandes que me llaman desde un estante: los dos tomos de la edición francesa, la primera, y por casi un siglo la única, del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de mi amado paisano que dejó en él media vida, impresos en París por Roger y Chernoviz bajo su cuidado y pagados con su plata, corrigiendo el pobre durante años, día y noche, erratas y más erratas en una jungla de letras menuditas y mil signos tipograficos: el uno de 1886 y el otro de 1893. Fue el destino, señorías, la Divina Providencia como lo llaman ustedes, y yo estoy equivocado, siempre he estado equivocado, y ustedes tienen la razón. Son dos volúmenes en octavo y a dos columnas compactas: el primero con las letras A y B, de 900 páginas; y el segundo con las letras C y D, de 1348 páginas. Pensé en Wojtyla, Juan Pablito, el muy amado, y me lo imaginé curioseando en una tregua de sus viajes en los archivos vaticanos y que se encuentra ¿qué? La carta de Cristo a Abgarus, el toparca, el rey de Edesa, de la que nos habla el obispo Eusebio, el primer historiador de la Iglesia, escrita en siríaco (una especie de arameo), diciéndole que no va a poder ir porque lo está llamando el Padre Eterno, pero que le va a mandar a uno de sus discípulos, muy confiable, para que lo cure. Casi caigo muerto. “¿Y cuánto valen los dos tomos, señor?” –le pregunté angustiado al librero, sabiendo que no tendría nunca con qué pagarlos. “Tanto” –contestó el viejo malhumorado: una bicoca: respiré. Saqué humildemente los billetes del bolsillo de mi ropa rota y se los di. Me está volviendo a palpitar el corazón descontrolado ahora y se me van a volver a salir las lágrimas. Apreté los dos volúmenes contra el pecho, salí y me fui, a mi casa, a guardar como un tesoro mi tesoro.
Pero como no todo en esta vida es dicha… Corrió el tiempo y llegó el año infausto del 85 y con él el terremoto, que empezó suavecito, suavecito y fue in crescendo. Tas, tas, tas, iba cayendo de la alacena de la cocina loza: vasos, tazas, platos, copas, cucharones, cucharas... El pandemónium. El cuarto, la sala, la cocina zarandeándose (que viene del onomatopéyico zaranda). Las paredes se agrietaron, los vidrios se rajaron, los techos se cuartearon, el sanitario se vació. ¿Y el Steinway, qué pasó? ¿Qué pasó con el Steinway negro mate abrillantado día a día con amor y con aceite 3 en 1 y que habías comprado nuevecito en una devaluación por otra bicoca?  Pues el Steinway negro mate abrillantado día a día con amor y con aceite 3 en 1 y que había comprado nuevecito en una devalución por otra bicoca, como vino se fue: por el ventanal de la calle a la calle, siete pisos abajo que se cuentan rápido: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete: do, mi, sol, do… Cayó sobre el pavimento de la Avenida Ámsterdam dando un acorde esplendoroso que mi oído absoluto de inmediato reconoció: Tónica.  Do mayor.
¿Y el diccionario, dónde acabó el diccionario? Donde acabó el piano. En mi recuerdo adolorido una nube de polvo asciende ahora del pavimento del mismo modo, pero en sentido contrario, como cae un telón.
En lo que va desde que te fuiste, tres cosas nobles respecto a ti, que dicen bien de Colombia: una Ley de 1911 y de un gobierno conservador que para honrar tu memoria ordenó que te esculpieran una estatua: la que hoy está en el jardincito aquí abajo de tu casa, de la Calle 10, antigua calle de la Esperanza, en este barrio de La Candelaria, obra del escultor francés Verlet. Dos: una segunda ley, de 1942 y de un gobierno liberal, en virtud de la cual se creaba el Instituto que lleva tu nombre con el fin de continuar y difundir tu obra. Felicitaciones honorables congresistas de Colombia, liberales y conservadores, representantes y senadores, desinteresados padres de la patria. Si en algo los he ofendido alguna vez, retiro mis palabras. Cincuenta y dos años después de la segunda ley, unos cuantos apóstoles de tu obra que ya murieron, trabajando con fe en ti, con devoción y amor a tu obra, terminaron en 1994 tu Diccionario. Y en fin, el 28 de octubre de 2006 a las 8 de la noche y en el Gimnasio Moderno de esta ciudad, durante las celebraciones de unos malpensantes que ni lo eran tanto, ante 550 humanos y 20 perros silenciosos un loquito de estos que produce la tierra te canonizó. Que en sus doscientos años de historia, dijo, este país no había producido uno más bueno ni más noble ni más generoso ni más bondadoso y de corazón más grande que tú. Ese mismo, en Berlín, un año antes, en el Instituto Cervantes, había canonizado a Cervantes. Que con ustedes dos, dice, se inicia un nuevo santoral, uno verdadero, de verdaderos santos. El problema que tiene ahora es que como el año tiene 365 días y se necesita un santo para cada día, sin repetir, le están faltando 363 santos y no encuentra con quien seguir.
Ah, y que cuando llegue a la presidencia, a la plaza central de esta Atenas suramericana capital del país de los doctores la va a volver a llamar con su antiguo nombre, Plaza Mayor, como debe ser, y le va a quitar el del venezolano sanguinario y ambicioso que le pusieron en mala hora. Y que el bronce de ése, que le esculpió Tenerani, lo va a mandar, junto con la espada colgante que lleva al cinto y que nunca usó, a hacerle compañía a Stalin y a Lenin en el basurero de las estatuas. Para ponerte a ti. Yo digo que no, que afuera a la intemperie como vulgar político no: adentro, en la catedral, en vez de un falso santo.
¿A cómo estamos? ¿A 3 de febrero de 2011 con “de”? ¿O del 2011 con “del”? Ya no estás y no tengo a quién preguntarle. Desde niño te llamé diciéndote de “don”, que es como te decía Colombia. Puesto que mi señora Muerte en cualquier momento me llama, permíteme llamarte ahora tan sólo con tu nombre para contarte que aquí, a ti, el más humilde, el más bueno, el más noble de nosotros, el que no conoció el rencor ni el odio pues sólo la bondad cabía en su corazón generoso, que no ocupaste cargos públicos ni le impusiste la carga dolorosa de la vida a nadie, aquí ya todos te olvidaron. Yo nunca, Rufino José.
Tomado de:

viernes, 10 de diciembre de 2010

De Paseo por la Villa de San Bartolomé de Honda, patrimonio para la humanidad.

El libro "De Paseo por la Villa de San Bartolomé de Honda, patrimonio para la humanidad", es un trabajo completo sobre los sitios culturales y arquitectónicos de Honda. 38 páginas, 73 fotografías full color, papel propalcote y monografía de cada sitio del Centro Histórico de Honda.
Precio en Honda $ 10.000.oo ( Diez Mil pesos), el mejor regalo para Navidad.
Adquieralo en el Muso Alfosno López Pumarejo.
Panadería La Cascada en la Calle del Palomar o llamando al 098 251 0019
Regale o regalase un bello trabajo histórico y cultural sobre nuestra bella y pujante ciudad de Honda.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Mi personaje inolvidable, (¿Cómo nació El Magazín de El Espectador?)

Guillermo Cano *
Yo tengo muy poca memoria. Una pésima memoria, una memoria torpe. Pero en cambio todo cuanto de inolvidable ha sucedido en mi vida ha ido a grabarse, para siempre, en el corazón. Por eso yo no podría decir una fecha exacta, una hora precisa, en qué lugar y en cuáles circunstancias conocí a Álvaro Pachón de la Torre, que habría de convertirse a la vuelta de unos cuantos años –tampoco puedo precisar, ni tampoco lo quiero, si fueron diez o cinco o tres– en uno de aquellos amigos entrañables e inolvidables que entran a formar parte del tesoro sentimental que afortunadamente no tiene precio, ni límite, ni medida.
Álvaro Pachón de la Torre llegó un día al periódico. Venía con su paraguas negro –un paraguas inglés–, con su sombrero encocado y con un traje de impecable corte, con su profunda sonrisa y con sus bigotes únicos. Yo no conocía a Pachón de la Torre. Había leído sí, durante la guerra, con la devoción que en mis años adolescentes despertaban la Francia vencida, la Inglaterra amenazada, la revista Contra-Ataque, y había encontrado en ella un mensaje emocionado y permanente que acrecentaba nuestra fe en la victoria final de las democracias. Pero yo ignoraba quién dirigía la revista. Había también oído decir en mi casa, en la cual, es fácil suponerlo, se hablaba mucho de periodismo, de periodistas y de periódicos, que el día en que estalló la guerra mundial, Álvaro Pachón de la Torre, que trabajaba en ese entonces en El Liberal había dado la chiva antes, mucho antes que todos los demás periódicos matinales. Más tarde supe que ese era, y con justificada razón, su más grande éxito periodístico. Aquella mañana en que estalló la guerra –lo contaban en mi casa– Pachón de la Torre, escuchando radiodifusoras extranjeras hasta horas muy avanzadas de la madrugada, cuando ya en todos los periódicos reinaba ese silencio expectante, palpable, vivo de las salas de redacción, captó la noticia de que Inglaterra y Francia estaban en guerra con las naciones del eje. En cosa de media hora –así lo contaron en mi casa, y después volvió a referírnoslo Pachón de la Torre– la edición extraordinaria de El Liberal estaba en la calle. Contra-Ataque, y una “chiva” eran, en realidad, las dos referencias que yo tenía de Pachón de la Torre. Cuando él llegó al periódico, estábamos editando en condiciones no muy fáciles, un magazine –El Espectador Dominical– que por iniciativa de mi padre y con mi poquísima experiencia, queríamos convertir en una gran revista al estilo de las mejores publicaciones norteamericanas.
Nosotros preparábamos el material de El Espectador Dominical, seleccionándolo de libros y revistas de éxito, y contábamos con la ayuda esporádica de uno que otro periodista de renombre.
Pachón de la Torre llegó un día al periódico a las nueve de la mañana –nunca después, y solo en muy raras oportunidades, llegó a la oficina a una más temprana de la que lo reunió por primera vez conmigo en la sala de redacción de El Espectador.
El magazine por ese entonces, era un apéndice del periódico. No tenía oficina propia. Todo se reparaba en la punta de la mesa central de la sala de redacción. Hasta ella llegó Pachón de la Torre y me entregó un original.
Era, no puedo estar seguro, un folletín titulado “El Retrato Macabro”. Era una adaptación suya de una vieja leyenda escuchada en una de sus muchas aventuras juveniles. Era, como lo fue siempre todo lo suyo, una página de apasionante interés.
No se trataba de que ese día, precisamente, hubiera escasez de material.
Lo que sucedía era que el material no era bueno. Y “El Retrato Macabro”, de Álvaro Pachón de La Torre, venía a darle a la entrega de El Espectador Dominical –quinta o sexta de su vida– el interés que nosotros deseábamos. Ese día le pagamos quince pesos a Pachón de La Torre… Después, cada semana volvió hasta mi mesa. Se sentaba y charlaba conmigo, comenzaba a abrirme su corazón y a prestarme una ayuda que siempre habré de considerar extraordinaria. Los títulos de sus artículos eran llamativos hasta el asombro. Pachón era no solamente un grande escritor y un fácil cronista y un ágil comentarista y un magnífico periodista, sino un titulador maestro. Y hacer un título y hacerlo bueno, es algo que vale mucho: sólo los que trabajamos en los periódicos sabemos cuán difícil es reunir en un lingote donde solo cabe determinado número de letras, una frase feliz que sea síntesis y expresión exacta del comentario o del artículo que se escribe.
Paulatinamente Pachón entró a formar parte inseparable de El Espectador Dominical. Ya no era solamente con la crónica fantástica, con el toque dramático. Lo era con el artículo de fondo, con el reportaje de interés. Siempre la misma paga. Siempre quince pesos. Y siempre una extraordinaria historia. Supe más tarde que muchas de las historias publicadas en Dominical habían sido antes preparadas para la radio por Pachón de la Torre, para un programa que nunca se efectuó. Esta era otra arista de su personalidad inigualable.
Poseía Pachón todos los secretos –sin haberlos estudiado, debido solamente a su intuición excepcional– de la dramatización para radio. Como el programa se quedó escrito en papeles arrugados con anotaciones que decían: “Sonido, actor, locutor, música, efectos”, etc., lo redactó nuevamente para revista y así aparecieron en Dominical durante un año. En 1948, cuando se fundó El Espectador Dominical, Pachón de la Torre ocupaba un alto cargo en la Contraloría General de la República. Al romperse la Unión Nacional, él, que fue siempre y hasta el último instante un liberal sin claudicaciones, abandonó su puesto y se retiró a su hogar, desde donde escribía semanalmente su artículo para el magazine. No llegó a faltarme una sola semana y de pronto me sorprendía gratamente al entregarme una traducción de un artículo sensacional, a veces dos, buscando siempre ofrecer a los lectores de lo que comenzaba a ser para él algo más que la revista en la cual publicaban sus escritos, lo mejor y más selecto de cuanto se escribía en las publicaciones de fuera del país.
Cuando, en 1950 Dominical resolvió dar su grito de independencia, con la aceptación paternal de El Espectador que nos ofreció generosamente todas las armas para acometer la batalla, se resolvió que Álvaro Pachón de la Torre entrara a dirigir la revista en mi compañía. Desde ese día Álvaro fue para mí en Dominical y para todos en El Espectador, el “Doctor Pachoncito” o el “Doctor Tocichompa”, como lo llamaba Darío Bautista, incansable en su tarea de hacer simpáticos los momentos, hasta los más difíciles, a quienes con él compartimos las tareas del periódico.
Y dejó de ser Álvaro Pachón de la Torre, para transformarse en el “Doctor Pachoncito”, porque desde 1950 Pachón comenzó a llegar todos los días a las nueve de la mañana para no abandonarnos hasta cuando había caído la tarde.
El Dominical puso piso aparte en 1950. En una pequeña oficina –que nos costó mucho trabajo conseguir y por la cual Pachón de la Torre estuvo insistiendo durante semanas ante los gerentes del magazine y el periódico– se instalaron Álvaro y Hernán Merino, y descubrimos una mañana, asombrados a un nuevo Pachón de la Torre, a uno que permanecía inédito para nosotros, muy distinto a aquel que se presentara durante todas las semanas de 1948 y 1949 a entregarnos los originales escritos en una máquina antigua, pulcramente presentados, sin tachaduras ni borrones.
La primera mañana que trabajó Pachón de la Torre en el mismo piso en que funcionan las oficinas de El Espectador principió todas las actividades. Había traído una secretaria, Flor Romero, y paseándose como un león enjaulado dentro de la oficina, comenzó a dictarle mientras traducía un artículo del Magazine Digest. Pero no dictaba como todas las personas que hemos visto dictar: Pachón gritaba. Y frente a los vidrios de la oficina nos fuimos deteniendo uno a uno a escuchar. Suponíamos que se trataba de la elaboración de una proclama patriótica, de un discurso sensacional, de un documento extraordinario. No. Pachón de la Torre gritaba dictando las “Diez maneras de curar el cáncer”.
Desde esa vez, todos los días desde el lunes hasta el sábado por la mañana, la voz de Pachón de la Torre, era como el micrófono que nos anunciaba a todos que Dominical estaba en elaboración. De pronto, de la misma oficina salían las palabras en tono muy alto, brotaba inconfundible, fuerte, una carcajada, una carcajada que nos hizo reír siempre y que hoy al recordarla, por ser tan suya, por ser una carcajada única, nos arranca un pedazo de nuestro ser y nos hace brotar una lágrima.
Pachón de la Torre, se reía. Pero no se reía como todos, como no dictaba como todos. Se reía como si la risa saliera de una caverna, con una risa que llenaba todo el espacio.
Una persona que se reía como él, le tenía sin embargo un profundo horror al humor. Al organizarse el plan de trabajo del Dominical, Pachón de la Torre quedó encargado de elaborar semanalmente el siguiente material. Un reportaje, un artículo, o un folletín con su firma. Una historia fantástica con el pseudónimo de “El Narrador Indiscreto”. Dos traducciones, una de tema científico y otra de interés general. Un cuento. La sección de humor.
Muchas semanas estuvo riendo Pachón de la Torre, mientras dictaba las cuatro cuartillas de humor. Pero con el pasar de los meses, el material se fue agotando y el escritor perdió el humor. Compraba todas las revistas inglesas y francesas donde pudiera aparecer un chiste publicable –porque él decía con sobrada razón que una página de humor en un periódico o revista es lo más difícil de hacer, y lo es más todavía en Colombia, porque no se pueden publicar “chistes verdes”, ni chistes políticos, y el humor se nutre de “verdura” y de “politiquería”. Lo encontrábamos en la oficina nervioso, fumándose en menos de una hora más de diez cigarrillos –“Kool” últimamente porque la garganta ya no resistía el “Marlboro” que fue su cigarrillo preferido hasta 1950– revisando página por página “Coronet”, “womans”, “Readers Digest”, “Paris Match”, etc. Y de pronto estallaba. El humor se le había ido al hígado.
Yo prefiero –decía– escribir cuatro artículos que una columna de humor. Pero como en las revistas tienen que salir las páginas de humor, ésta aparecía en El Dominical, llevándose cada semana un poco del sistema nervioso de nuestro Pachón de la Torre.
Generalmente comenzaba a preparar el número de El Dominical, los viernes de la semana anterior a su aparición. Entregaba en primer lugar el cuento y profesaba una marcada simpatía en este género por los cuentos macabros y de fantasmas.
–Eso es lo que le gusta a la gente –decía cuando yo me mostraba algo reservado en publicar un cuento en que se cometían más de dos crímenes, y en que una serpiente –para completarlo todo– picaba a un niño en el rostro.
El sábado traducía de una revista extranjera el artículo de medicina. Pachón de la Torre no hacía una traducción literal. Por el contrario, le imprimía al artículo algo de su estilo, creaba un artículo de donde ya existía otro. No consultaba el diccionario, sino en muy contadas ocasiones y en los artículos de medicina –que escuchaba dictar Merino desde su mesa de dibujo con una mal contenida preocupación por las dificultades que el tema presentaba para ilustrar un hígado lleno de cálculos– a veces agregaba algo de lo que se había podido informar en otros ambientes.
El lunes estaban listas las dos traducciones. Y le tocaba el turno al “Humor”, y por eso el lunes y el martes eran los días del mal humor. Nunca un mal humor desagradable. Apenas un mal humor que se reflejaba en el cenicero, más lleno de colillas que en los días corrientes. El miércoles comenzaba su artículo, el artículo de fondo, el artículo firmado. Entonces ocurría un fenómeno. Pachón de la Torre no podía comenzar a escribir antes de tener listo el título. Muchas veces, por las urgencias técnicas del periodismo, me tocaba solicitarle los miércoles por la mañana el título del artículo. Lo hacía por teléfono. No quería ver en su rostro la preocupación tremenda que le causaba tener que darme un título anticipado, un título que no lo hiciera feliz. [...].
A veces entraba a la oficina apresuradamente, se sentaba frente a la máquina y por una vez hacía de mecanógrafo y copiaba un título: “El Viaje de la Ostra hacia la Perla”.
Acababa de regresar de Cuba. Y me confesó que todo el viaje de regreso –cerca de ocho horas en avión– había estado pensando un título y que la noche anterior no había dormido. Pachón de la Torre era un hombre que se desvelaba por un título.
Nunca pude conseguir que me entregara su artículo a tiempo. El Dominical, como cualquier periódico o revista, tiene una hora cero. La hora cero de El Dominical son las doce del día jueves. Pachón de la Torre entregaba la última cuartilla, sacada con cuentagotas, a las cinco de la tarde. Desde las ocho de la mañana de los jueves –únicos días en que llegaba antes de las nueve– comenzábamos a pedirle el artículo, primero yo, más tarde Agustín Rodríguez, jefe de armada y finalmente pulido, nuestro “malacate”, quien insistía cada media hora. Pachón de la Torre acababa a las cinco de la tarde materialmente deshecho y bajaba sudoroso a la máquina, donde lo esperaban linotipistas, armadores y prensistas, y el mal humor de todos desaparecía como por encanto a su sola risa tímida de culpable. Entonces recorría los linotipos en busca de los originales. Le encantaba que fuera Maldonado el que levantara sus artículos. Y el secreto, según lo dijo mil veces, era que Maldonado le corregía los errores a la mecanotaquígrafa que, por la urgencia de las horas, copiaba apresuradamente. Si Pachón de la Torre encontraba el original: Vurro, escrito así, exclamaba:
–Qué muchachita tan burra… –Pero no con dureza. Con cariño. Supo ser el patrón y el amigo, primero de Flor Romero, y ahora hasta el sábado, de Ligia Romero. Ambas sabían que sus explosiones de nervios eran pasajeras y que su carácter, en el fondo, fue siempre cordial.
Un día varios empleados del periódico se sacaron la lotería. Pachón de la Torre, en cuanto se informó del golpe de suerte, nos reunió a todos los de El Dominical en la oficina y nos contó que una noche se había soñado el número 2345 de la Lotería de Cundinamarca. Propuso que adquiriéramos ese billete semanalmente y para tal efecto obtuvimos de don Nazario Gómez la promesa de separarnos cada lunes el 2345.
Pasó la primera semana y nada. Y la segunda y tampoco. Y la tercera, y la cuarta y la quinta. Escamados todos sus compañeros le pedíamos el favor de que nos asegurara que ese número era realmente el que se había soñado. Él se mantenía firme. El cinco, como terminación de Lotería, ha salido dos veces, en dos años que llevamos comprando el billete. Hace pocos días, otro lunes en que no ganamos nada, le dije: –Pachón de la Torre: ¿No te has soñado otro número? Y me respondió: –Creo que me equivoqué. Ese número en verdad no me lo soñé yo. Se lo soñó hace mucho tiempo mi madre. Y se lo soñó al revés…
En los periódicos se corre contra los relojes. Pachón de la Torre, sin embargo, no padecía como nosotros, de esa esclavitud nerviosa de los horarios. Llegaba a las nueve de la mañana y cuando se le hacía ver que era muy tarde para entregar un original, respondía:
–No hay agua caliente en casa.
Pachón de la Torre no podía salir de su hogar si no se bañaba con agua caliente.
Y no llegó a montar nunca en bus. Iba en taxi desde El Espectador hasta su casa, que quedaba situada, en 1950, en la calle 14 con carrera 5.a. Cuando se pasó a Chapinero contrató un taxi que lo recogía siempre frente a su casa a las ocho y cuarenta y cinco minutos.
Nunca viajó en bus, pero nunca tampoco dejó en casa el paraguas y el sobretodo.
–Sí. Vivía y vestía como un oligarca. Pero cuando los jueves ya estaba cerrado
El Dominical, se quedaba charlando un rato en el taller de máquinas y entonces me contaba que él se había fugado de su casa y había ido a parar a Nueva York, donde lavó platos en un restaurante “automático”.
Cuando me relataba esas cosas, yo le decía en son de broma, que escribiera un artículo que se podría titular “Yo conocí a Álvaro Pachón de la Torre por el ‘Narrador Indiscreto’”. Y entonces se reía. Pero nunca quiso hacer esa biografía que hubiera sido hoy para nosotros un documento humano inestimable.
Pachón de la Torre tuvo siempre una dificultad insuperable para leer al revés. Y en los periódicos, en la armada, se necesita saber leer al revés. En los momentos angustiosos del cierre de la edición, se volcaba sobre las platinas en un intento desesperado por leer lo que decían títulos y texto. A veces yo ya me había ido del periódico, había dejado cerrada la edición de El Dominical, y él se quedaba aún en los talleres manchando de tinta su vestido de paño inglés.
Por la mañana, al día siguiente, me llamaba: –“Te salvé de una metida de pata. Habías puesto mal el lingote que señalaba la continuación de mi artículo en la página 33”. Había durado leyendo el lingote cerca de media hora. Pero en realidad me había salvado de “meter la pata”. Y eso lo hacía gozar insospechadamente.
Pachón de la Torre conquistó en todo el personal del periódico una admiración, una amistad y una simpatía superiores a todo cuanto podríamos expresar con las palabras. Desde las altas esferas directivas hasta el más modesto de nuestros trabajadores, encontrábamos en Pachón de la Torre un oasis de bondad. Por eso, porque nunca llegó a negarle a nadie ni su palabra, ni su saludo, ni su consejo, a él íbamos todos unas veces en busca de ayuda, otras a hacerlo víctima de nuestras bromas. Nunca una persona recibió tantas, ni nunca supo aceptarlas más gallardamente. Era que en Pachón de la Torre sobresalía la caballerosidad y con la infinita bondad de su corazón amable, sabía perdonar los errores de algunos y recoger los sentimientos nobles de los otros.
Y si Pachón de la Torre fue para El Dominical una inyección de optimismo y de vitalidad, para todos sus compañeros de trabajo fue la barrera que contenía nuestra desesperación y nuestros desfallecimientos.
Y se preocupaba por las cosas grandes de la patria y por las cosas pequeñas. En el deporte fue siempre un “hincha radial” furibundo, que se sentaba los domingos en la sala de su casa, en bata y con pantuflas, a escuchar uno por uno todos los partidos de fútbol que se efectuaban en el país. No pudo nunca tener simpatía por “Millonarios” y, en cambio admiraba la escuela brasileña hasta lo increíble. Cuando yo regresé de París, después de tres meses de ausencia, completamente desadaptado de lo que sucedía en el campo deportivo, fue a visitarme a mi casa el domingo por la tarde y sintonizamos la radio.
Los locutores decían nombres de jugadores que yo escuchaba por primera vez. Pachón de la Torre me iba diciendo:
–Ortega del “Sporting”, alero izquierdo. Cerloni del “Sporting”, interior. “Manco” Gutiérrez del “Pereira”.
Sabía todos los nombres y los puestos de cada uno de los jugadores de los 16 equipos profesionales y si un locutor decía por ejemplo, que “Pibe” Ortega corría por el ala derecha, estallaba nervioso: “No puede ser… el “Pibe” Ortega es izquierdo…”. Siempre apostaba al fútbol y siempre perdía. Lógicamente. Porque siempre apostaba contra “Millonarios”. Cuando ocurrieron los sucesos del seis de septiembre y yo tuve que abandonar la codirección de El Dominical, Pachón de la Torre se quedó solo. Y entonces hube de asistir una vez más a otra de sus grandiosas transformaciones.
Ahora ya no solamente escribía. Ahora armaba. Se lanzó con la misma valerosa impetuosidad de siempre, al laberinto de la composición tipográfica, y sentía yo un profundo dolor cuando a las nueve de la noche de los días jueves lo veía subir a los talleres, manchada la cara de tinta y el vestido de grasa. Y entre los bolsillos, al lado de un paquete de cigarrillos “Kool”, prácticamente concluido, aparecían clisés, originales arrugados y hasta una interlínea, en mezcla exótica y risible. Pero Pachón de la Torre había cerrado una edición más de El Dominical, aunque su temperamento nervioso hubiera sufrido el desgaste de varias horas inenarrables.
Porque Pachón de la Torre era un hombre desmedidamente nervioso. Su última semana de vida fue, por ejemplo, un martirio. Por cuestiones de organización interna y debido al día de fiesta incrustado en mitad de la semana, la edición hubo de ser adelantada y se debía editar el miércoles por la noche.
A don Enrique Santos, Calibán, le había solicitado Pachón de la Torre unas declaraciones que el gran periodista ofreció para el martes en la tarde. No pudieron estar listas y entonces a Pachón de la Torre le temblaba esa tarde hasta la risa. La mañana siguiente llegó desacostumbradamente temprano, a las siete de la mañana, y escribió en la máquina hasta cuando lo llamó la secretaria. Luego trabajó todo el día y llamó cien veces a la censura, y bajó a las máquinas y revisó las páginas y se quedó media hora leyendo el lingote que decía: “Continúa en la página 33”. Y cuando estuvo concluido, finalmente, volvió a reír con amplitud, con su carcajada profunda. El reportaje con Calibán era el primero de una serie en la cual Pachón de la Torre había puesto todas sus ilusiones. Iba a seguir esta semana con la semblanza y reportaje de Eduardo Zalamea Borda. Y en la próxima con la de Lucas Caballero. Y después con la de Agustín Nieto, la de Manuel Mejía, etc. Se frotaba dichoso las manos. Como lo vi frotárselas cuando a su oficina llegó una vez un hombre desconocido que comenzó a contarle la historia de su vida. Antes, mucho antes de que terminara la entrevista, se había escapado un momento hasta donde mí y me había dicho: –Tengo la “chiva”. Una serie que se va a titular: “Yo serví a Stalin y perseguí a Mussolini”.
La serie fue sensacional. Y esa vez, seguramente, Pachón durmió tranquilo porque el título estuvo listo muchos días antes de que escribiera el artículo. Preparaba otra serie sobre las esmeraldas, llena de historias de fatalidad, de leyendas fantásticas, de asuntos trascendentales, de aspectos apasionantes. ¡Cabía tanto en su imaginación fecunda!
Pero esa imaginación fecunda y esa inteligencia especialísima, y esa capacidad de trabajo, y esa adaptación rapidísima a todos los medios –escribía un artículo, una nota, un editorial, una necrología y una crónica social, con la misma buena voluntad y con el mismo acierto con que planeaba tipográficamente una página del magazine– se han quedado fatalmente truncas. Y como si él hubiera tenido un trágico presentimiento de lo que le iba a ocurrir, en su serie de “Monserrate a Montparnasse”, con título muy suyo, muy característico, se apresuró a denunciar a la muerte en estas palabras, que por una rara coincidencia, se grabaron indeleblemente en mi poca, en mi pésima, en mi torpe memoria: Dentro de los designios inescrutables que rigen el curso de la frágil vida, convirtiendo en ocasiones al hombre en un simple juguete de los caprichos del azar, ninguno tan extraordinario como ese que le depara a todo ser humano, por humilde que sea y en contraste con la mediocridad de la rutina o con los sinsabores de la lucha, su momento estelar; ese minuto de la cenicienta convertida en princesa bajo el golpe de la vara mágica; o el del paralítico que sometido al tratamiento de la droga milagrosa, se levanta y camina; o mejor aún el instante feliz en que el inexperto adolescente descubre deslumbrado todo el maravilloso misterio del amor.
Esa sensación de deslumbramiento y de milagro al alcance de la mano, fue la que me invadió, conmoviéndome y anonadándome, hace veinte días, cuando mi buen amigo don Juan Manuel Pradilla, jefe de relaciones públicas de la Air France en Colombia, me informó que la poderosa empresa de navegación aérea que representa había tenido la gentileza de incluir mi nombre en la lista de invitados que habían de viajar a bordo de uno de sus ultramodernos “Constellations” en el vuelo inaugural del servicio Bogotá, Caracas, París. A esa amable y, desde todo punto de vista inmerecida invitación, debo la más extraordinaria de las experiencias en mi agitada vida de periodista, y diez días de aventura incomparable en el miliunochesco país de los sueños; de la belleza, del arte, de la gracia perfecta y el encanto infinito, y de dos mil años de civilización.
Hasta ese momento la existencia proseguía su curso de arroyo manso, ensombrecida a veces por las nubes de la tormenta, pero encerrada en el cauce de la faena diaria y he aquí que de pronto topaba en su camino con la piedra de la fortuna que la proyectaba hacia lo alto, haciéndola saltar en surtidor iridiscente de espumas y cristales, penacho de arco iris bajo el beso del sol.
En peregrinación atropellada y febril surgieron del subconsciente y me rondaron el cerebro los sueños de la juventud, las ilusiones tantas veces alentadas y frustradas que ahora iban a convertirse en realidad esplendorosa y al escuchar las palabras del amigo no podía dar crédito a mis oídos. Esa patria espiritual a que pertenece todo el que ha leído un buen libro o ha admirado el rostro indefinible de la belleza copiado en el claroscuro de los lienzos o en los contornos delicados y perfectos de mármoles y bronces, me iba a recibir en su seno perfumado y dulce, colmando para siempre las inquietudes de mi espíritu.
El hada madrina con la estrella en la frente me esperaba al otro lado del Atlántico, como espera la flor a la crisálida que abandona su cárcel para convertirse en mariposa. A la premonición del gozo por cumplirse, aunábase en mí una sensación indefinible de zozobra y de temor. ¿Surgiría a último momento, como otras tantas veces en la vida, el inconveniente inesperado, la dificultad insuperable que hiciera estallar en la nada a la burbuja de la ilusión; ¿que echara por tierra mi castillito de naipes? Recordaba entonces, aquel apólogo que sirvió de argumento para una de las primeras películas de Carlitos Chaplin: el del niño huérfano que, recluido en un asilo y después de haber sufrido las burlas y los golpes de las celadoras todo el año, esperaba anhelante la distribución de dulces y juguetes de la noche de Navidad, escogiendo entre todos esos obsequios una dorada y fragante manzana, y cuando ya la tenía en la temblorosa mano y la acercaba a sus hambrientos labios, escuchaba a su espalda la voz de la superiora que le decía: “¡Charlie deja esa manzana: este año no hay regalo para ti porque te has portado muy mal!”. Pero a mí nada ni nadie podría quitarme la manzana de mi jardín de otoño, no obstante lo cual el proyecto del viaje continuaba siendo un sueño que sólo vi convertido en realidad el viernes 16 de enero, cuando a bordo del “Constellation” de la Air France dejé atrás el familiar paisaje de la Sabana para remontarme hacia el espacio infinito, a la conquista de lo que hasta ayer parecía un imposible, mientras en el retardado reloj de mi vida vibraban gloriosas y profundas las 12 campanadas de la felicidad. Pachón de la Torre nos estaba diciendo que París había colmado un nuevo capítulo de su vida. Casi, casi nos decía que ahora podría morir tranquilo.
Ojalá ese viaje se hubiera retrasado para siempre y entonces, tal vez, el curso del destino se habría torcido, y en las oficinas de El Dominical estaríamos escuchando otra vez la risa maravillosa de Álvaro Pachón de la Torre, mi personaje inolvidable…
Magazine Dominical. El Espectador. Bogotá, marzo 29 de 1953.
 —————————————————————————————————————-
(*) Guillermo Cano nació en Medellín en 1925 y murió asesinado en Bogotá en 1986, cuando como director de El Espectador adelantaba una valiente campaña para denunciar la infiltración de la mafia de las drogas en la vida política nacional. Fue uno de los últimos grandes periodistas de la familia de Fidel Cano, fundadora de El Espectador. Como periodista, se desempeñó como cronista taurino, deportivo, hípico, cultural y político. Fue el fundador del Magazine Dominical, en el cual trabajó hombro a hombro con Álvaro Pachón de la Torre. Dirigió el diario El Espectador desde 1952 hasta el día de su muerte. En los últimos años se hizo famosa su columna dominical “Libreta de Apuntes”. Juan José Hoyos, La pasión de contar.
Tomado de:

viernes, 5 de noviembre de 2010

Video presentación de la I.E. Socioturistica Luis Carlos Gálan Sarmiento . 194 años del decapitamiento de José León Armero

El pasado sábado 30 de octubre se llevo a escena los 194 años del decapitamiento del Procér José León Armero, en la Plaza Armero en el Barrio Alto del Rosario, con la presencia del Historiador Álvaro Cuartas Coymat, y miembros de la Academía de Historia del Tolima. Video, Esp. Tiberio Murcia Godoy